jueves, 22 de mayo de 2008

FuLL MeTaL jAcKeT: MaScULiNiDad

Una nueva novela “The Short-Timers”, de Gustav Hasford, sirve de punto de partida para la última película que tiene que ver con el tema base de este trabajo. Resulta evidente que un director que ha estado marcado en su trayectoria artística por el pasado histórico no podía dejar de lado uno de los conflictos que más han marcado la historia política y social estadounidense, y no sólo en su propio territorio sino, también, en el ámbito de sus relaciones internacionales. Vietnam fue algo más que una guerra, y de eso intentaron dejar constancia algunos directores tanto en el campo del documental como en el de la ficción 42[42]. Y Kubrick no podía esquivar la oportunidad de acercarse, desde otra perspectiva, al conflicto.

La película presenta, al menos en esbozo, las posibilidades de transformación social que culminarían unos años después en la Revolución francesa. Las clases sociales entienden que van dejando de ser compartimentos estancos y que puede cambiarse de estatus. Tras “el deporte de reyes” que significan las guerras dieciochescas, emerge el cansancio de una sociedad que comienza a saber lo que realmente pueden significar las palabras “pueblo” y “burguesía”. El hombre, el individuo, entra en conflicto con los demás, con la tragedia que viven juntos y consigo mismo.

El servicio a la patria, a sus valores, es lo que lleva a sacrificarse personal y familiarmente. Un sacrificio que, la misma patria, apenas sabe reconocer más allá de una salva de honor, una medalla o una formación que, en sí misma, encierra una gran dosis de violencia que supera cualquier sensibilidad, logrando en muchos casos a violar los sentimientos más profundos del ser humano, degradándolo hasta los niveles más míseros y repugnantes que se puedan considerar.

Esto es lo que propone Kubrick desde el primer momento: un choque, el enfrentamiento entre unos jóvenes aspirantes a Marines y su instructor, un perverso y malvado personaje que no entiende de niñerías cuando tiene que formar máquinas para matar. Kubrick y sus colaboradores han cuidado al máximo el guión, de forma que frase a frase el espectador se viera involucrado en la trama para sumirlo lentamente en un angustioso estado de ánimo.

“[...] Sólo hablaréis cuando se os hable. Y la primera y última palabra que saldrá de vuestros sucios picos será: Señor. ¡Me entendéis bien, capullos! [...] Si alguno de vosotros, nenas, sale de esta isla, si sobrevivís al entrenamiento, seréis como armas, ministros de la muerte, siempre en busca de la guerra. Pero hasta ese día sois una cagada, lo más bajo y despreciable de la tierra. Ni siquiera algo que se parezca a un ser humano. Sólo sois una cuadrilla de desgraciados, una panda de mierdas inútiles parados por agua. [...] Soy duro pero soy justo. Y aquí no hay ninguna intolerancia racial. Yo no desprecio a nadie... Aquí todos sois iguales de insignificantes.”

De entrada hay que marcar el territorio, escenario que trasciende a una realidad todavía lejana, un conflicto en el que se encuentra sumido el país muy lejos de sus fronteras. Y el territorio no es un espacio físico determinado, es el individuo y sus circunstancias familiares, personales y de amistad.

El primer vínculo se rompe con un rapado absoluto de cabeza, el segundo con la degradación más abominable que le lleva a la pérdida del nombre propio, y el tercero se consolida o no en función de una convivencia que no pasará de la camaradería, dado que la etapa de instrucción se encarga de que se conozcan en su intimidad.

Cuando el Ejército de los Estados Unidos acoge a un joven recluta para darle la formación que necesita, éste asume un compromiso sabiendo que tiene que entregarse en cuerpo y alma al adiestramiento porque, de superar la prueba, conseguirá las metas jamás imaginables.

Bufón, Cowboy y Patoso son tres de los exponentes referenciales sobre los que el Ejército construye algunas de las nuevas personalidades: el que intenta sobrevivir sin evitar la confrontación (no cree en la Virgen María), el que sobrevive en el anonimato y aquel que, ineludiblemente, se convierte en el punto de mira del sargento instructor. La angustia se apodera de todos los reclutas, va minando muchas sensibilidades generando una coraza personal difícil de penetrar.

Las máquinas de guerra que el sargento Hartman quiere diseñar exige una pauta de conducta que ha de dominar la vida del Marine:

“Esta noche vais a acostaros con vuestro fusiles y cada uno le dará a su fusil un nombre de mujer, porque ese es el único coño que vais a disfrutar aquí [...] Estáis casados con ese instrumento que es todo hierro y madera. ¡Y le vais a ser fieles!”

La oración, pues, del Marine se consolida sobre estos principios, pilares sobre los que se diseñarán las operaciones en el frente:

• Mi fusil es mi mejor amigo. Y es mi vida. Tengo que dominarlo igual que me domino a mí mismo.
• Sin mi, mi fusil no sirve; sin mi fusil, yo tampoco sirvo. [...] Mi fusil y yo somos los defensores de mi patria. Dominamos a nuestros enemigos y salvamos nuestras propias vidas.

Pero no todos pueden ser “Marines de hierro”. Cada uno ve las cosas como su capacidad e inteligencia le permite. Por eso, el recluta Patoso no puede sobrevivir: será la víctima inevitable de un conflicto personal en el que surge la vulnerabilidad del ser humano, fuerte ante ciertos obstáculos y débil ante la incomprensible vejación a la que le someten tanto el sargento como sus compañeros.

La formación no sólo debe ser física, sino también ideológica:

“El capellán os va a decir como el mundo libre vencerá al comunismo con la ayuda de dios y unas pocas manos. A Dios se le pone dura con los Marines porque matamos a todo bicho viviente”, les dice el sargento instructor el día de Navidad. Un ciclo que se cierra y anticipa lo que puede venir inmediatamente. Los destinos son variados, pero algo queda marcado en el interior de cada uno de los nuevos Marines: su cerebro queda tocado para poder interpretar racionalmente muchas cosas, y en la mayoría de los caso sólo se verán desde el prisma emocional que interesa a la patria. Por eso, mientras todos son capaces de soportar ese reto, el recluta Patoso se ve abocado a la ruina vital (mata al sargento y se suicida con su arma) porque se encuentra indefenso, tanto como lo estarán sus compañeros cuando lleguen al frente: se verán en el lugar equivocado y se toparán con la muerte de cara.
Por eso Patoso decide matar a su principal enemigo durante las semanas de instrucción, confirmando que el trayecto que le espera a Bufón –y a los demás- les conducirá a una ruina emocional progresiva (y que Bufón visualizará cuando mate a la francotiradora vietnamita que se ha llevado por delante a varios compañeros de pelotón). La crueldad de la primera parte de la historia contrasta, inevitablemente, con el paso de Bufón por el cuerpo de periodistas que se encuentran de Da Nang, en donde colabora como reportero en “Barras y Estrellas”. Descubre cómo se trabaja, qué se dice a las tropas, qué se oculta a la sociedad. La retaguardia es el lugar más apropiado para disfrutar de todo tipo de corruptelas que nada tienen que ver con el sacrificio que le habían inculcado en la academia. Es allí donde, paradójicamente, descubre qué es “la mirada de los mil metros: A los Marines se les queda cuando han estado en el fregado demasiado tiempo. Es como si se hubiera visto el más allá”.
Mientras unos dejan su vida en el frente otros dicen hacer la guerra desde el aburrimiento que surge en una tienda de campaña o un barracón.
La guerra no es un acontecimiento entre buenos y malos, entre unos y otros. La guerra es una manera de pensar, unos ideales que se destruyen por no poder defenderlos ante la evidencia. La guerra es el fruto de una paranoia colectiva que Kubrick acierta a definir con una propuesta visual que asume Bufón en sí mismo y que refuerza en una conversación determinada, ante una fosa común:

Coronel: Marine, ¿Qué es esa chapa que llevas ahí?
Bufón: ¡Un símbolo de paz, señor!
Coronel: ¿De dónde la sacaste?
Bufón: No recuerdo, señor.
Coronel: ¿Qué llevas escrito en el casco?
Bufón: Nacido para matar, señor.
Coronel: Nacido para matar en el casco y una insignia de paz en la solapa. ¿Qué es esto? ¿Una broma de mal gusto?
Bufón: No, señor.
Coronel: Entonces ¿Qué significa?
Bufón: No lo sé, señor.
Coronel: No lo sabes muy bien, verdad.
Bufón: No, señor.
Coronel: Pues no te hagas la picha un lío porque te voy a meter un paquete que te cagas.
Bufón: Sí, señor.
Coronel: Contesta a mi pregunta o tendrás que responder ante el gran jefe.
Bufón: Yo creo que intento sugerir algo de la dualidad del hombre, señor.
Coronel: ¿La qué?
Bufón: La dualidad del hombre. Eso que dice Jung, señor.
Coronel: ¿De qué lado estás, hijo?
Bufón: Del nuestro, señor.
Coronel: ¿No quieres a tu país?
Bufón: Sí, señor.
Coronel: entonces sigue la corriente. ¿Por qué no arrimas el hombro con los demás para la gran victoria?
Bufón: Sí, señor.
Coronel: Hijo, lo único que le pido a mis Marines es que obedezcan mis órdenes como si fuera en la palabra de Dios. Estamos aquí ayudando a los vietnamitas porque dentro de cada amarillo hay un americano luchando por salir. Este es un mundo muy cabrón y hay que mantener la cabeza fría hasta que esta manía de la paz se deshinche.

En la guerra los fantasmas sociales y personales no desaparecen. La desigualdad social se muestra tanto en el momento de tener una relación con una joven vietnamita como en ser avanzadilla del pelotón. También las contradicciones de una generación como la de los sesenta quedan reflejadas en Bufón y en las sucesivas entrevistas que realizan los reporteros durante la avanzadilla que efectúa el pelotón de “los chiflados”.

LiNa MaRiA MoNtEs R.
2050173

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